Muere Paul Auster

Decir Auster es decir Brooklyn

Paul Auster, fotografiado en Gijón en 2006.

Paul Auster, fotografiado en Gijón en 2006. / Alberto Morante / Efe

Si cierto filósofo que no viene al caso dejó escrito que decir Venecia es decir música, hoy nosotros podríamos añadir: decir Auster es decir Brooklyn. Enfrentarse a sus fotos de última hora, en que las desgracias ya habían abierto acequias bajo las pestañas y se asistía a una suerte de liquidación por traspaso, era presenciar casi simultáneamente los almacenes rojizos, la orilla abierta al puente, el asfalto tostado por el sol de agosto, las alcantarillas y los comercios modestos y las librerías de segunda mano, y las vidas entrelazadas de estanqueros, madres solteras y escritores al fondo de un pasillo que siempre fueron su especialidad.

Por todo esto no es sorprendente que, cada vez más, en las fotos y fuera de ellas (enredos con drogas, enfermedades, la negrura del éxito, el lado más salvaje de las cosas), Auster fuera pareciéndose a esa otra gran marca patentada de Brooklyn, Lou Reed, con quien, sobre el jersey negro, bajo el pelo blanco, una misteriosa simbiosis tendía a confundir en una misma leyenda.

Aquejado de una intensa graforrea, como muchos de sus compatriotas y compañeros de generación, Auster dio novelas a espuertas durante casi cuarenta años, conservando, dicen, el celo maniático de escribir primeras versiones a mano y traducirlas luego a una vieja máquina de escribir que uno imagina recortando el silencio de un apartamento sin muebles, que mira hacia la bahía. Es imposible no representarse a Auster como uno de los personajes del propio Auster: precisamente porque ha sido él quien más ha explotado ese juguete posmoderno de infiltrarse en la ficción para formar parte de la ficción sin que sea ficción del todo, y de borrar fronteras y respaldar un punto de vista que ya se ha vuelto casi obligatorio, el de que realidad y simulacro apenas se diferencian y que nuestras vidas son los libros que van a dar a la mar. Así, en esas muchas historias que pergeñó (todas la misma historia, con variantes de entusiasmo o énfasis), todo es mitología y a la vez todo es crónica, la propia vida familiar del protagonista, las anfractuosidades del proceso de escritura, las casualidades, el Brooklyn doméstico, lírico e increíble que sirve de marco a cada escena y llega a sobreponerse sobre ella.

Las tramas importan poco en sus novelas, incluso los personajes se desdibujan: lo verdaderamente importante es el escenario

En el día del fundido a negro, quiero quedarme con la fotografía: no en vano uno de sus personajes estrella se pasa horas y horas frente a la misma esquina, empeñado en congelar la vida que pasa frente a la cámara. Auster ha sido el creador de un mundo de fantasía centrado en una ciudad y un tiempo irreales que, por el birlibirloque del lenguaje literario, identificamos con cierto barrio de Nueva York en los primeros noventa. Las tramas importan poco en sus novelas, incluso los personajes se desdibujan, tampoco (por mucho que se diga) los dramas interiores de pérdidas y padres desaparecidos adquieren la relevancia que pretende la crítica cuando reparamos en lo verdaderamente importante, que es el escenario. A mí me parece que, como Woody Allen y Martin Scorsese (y si queremos retroceder pues John Dos Passos o Capote), el autor de la Trilogía de Nueva York quedará como uno de los grandes urbanistas del espacio mítico de su ciudad, como un referente de obligado tránsito a la hora de imaginar la otra orilla del mundo, donde, amén de gángsteres y mujeres que visitan joyerías, pululan criaturas extraviadas y tiernas, hostigadas por el azar, irremediablemente librescas. Una de las cuales, por cierto, es el hombre que las imagina pulsando una máquina de escribir, desde el fondo del pasillo.

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