Ataris en Ucrania

Hay detalles de la otra guerra miserable que escapan a las crónicas de los corresponsales

Por el gran reportaje firmado por el colega Fernando Pérez Ávila, hemos sabido de la peripecia de un sevillano, vecino de Gelves, que viajó como aventurero solidario a Ucrania a inicios de la guerra. Más allá de tomarle el pulso a la destrucción, con lo que se topó Bienvenido Ataris González fue que había llegado al otro corazón de las tinieblas. Quiere decirse que lo que halló fue la puerta de atrás que toda guerra no enseña y que lleva a la negra bocaza de la maldad humana.

Los soldados combaten ahora en el fragor del frente en Jersón. Pueden luchar cuerpo a cuerpo con salvaje estampa de antaño. O pueden morir bajo los drones iraníes enviados por Alí, el profeta de los chiíes. Ofensivas y repliegues marcan la cartografía de la guerra. Igual que el silencio en un lugar abandonado por el enemigo es la lúgubre señal que invita a recoger cadáveres de civiles esparcidos por las calles si no se llega tarde tras el festín de los perros.

El frente traza su barbarie. Pero hay veces en que la retaguardia es el peor de los teatros donde el hombre devora al hombre con toda mezquindad. Cuenta Ataris cómo se topó con estafadores que trafican con donaciones y supuestos opiáceos para mitigar el dolor de los niños. Un fullero español se hacía pasar por miembro secreto del CNI. Dice Ataris que los polacos se tapaban la nariz en la frontera para recibir a los refugiados del otrora Melting Pot de las culturas y que ponían mil pegas a quienes, como él, llegaban para echar una mano. Claro que hay ángeles bondadosos (la labor del chef español José Andrés, infatigables cooperantes chinos e inusitados sijs de la India). Pero lo que más desarma es entrar de lleno por esa puerta trasera donde se revela la podredumbre moral de quienes incluso sufren la guerra. Dice Ataris que halló poca ayuda entre ucranianos. El clasismo eslavo es otra nota a pie de página en esta guerra. Mientras se producían bombas y matanzas a sólo 80 kilómetros de distancia, en Kiev y en Leópolis la gente comía plácidamente en restaurantes. A algunos les importaba poco el drama de los suyos y mostraban su ignominioso desdén de urbanitas. "No pasa nada, son campesinos", llegaron a decirle a nuestro aventurero de la solidaridad. Hay detalles de la otra guerra miserable que escapan a las crónicas de los corresponsales que vemos en la tele tocados con sus cascos y en cuyos chalecos leemos la leyenda Press.

Dice Ataris que en parte fue a Ucrania para librarse de ciertos demonios personales. Pero allí le estaban aguardando otros tantos. Ataris en Ucrania sería un buen título para una novela real.

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