Plaza de Santa Isabel

Con la tempranera, sin trifulca alguna, los escolares de Santa Isabel comparten la plazoleta con los marginales.

Durante años viví cerca de Santa Paula y Santa Isabel, en Enladrillada, calle larga y ceñida cual pasaje de intramuros de otro tiempo. Hay postales de la ciudad que acaban convertidas en exvotos del recuerdo particular. O eso le parece a uno cuando la vida, en sí misma, se convierte también en una idea de lugar que aflora con todos sus detalles, como si fuera una vieja fotografía que se descifra a oscuras en un tanque de revelado con químicos y agua destilada.

Siempre me gustó admirar, entre Pasaje Mallol y Santa Paula (a la vera del convento homónimo), la puerta de chapa del patio del colegio Santa Isabel. Solía estar pintarrajeada con su gamberrismo indescifrable (letras como en cirílico, grafitis y arañazos multicolores). Me encantaba observar el contraste urbanita entre esa puerta y la espadaña del convento de Santa Isabel, que sobresale por encima del colegio, entre nubes o bajo el cielo azul cobalto. Ahora la puerta está decorada con motivos escolares ajenos a la tablet (libretas, lapiceros, pinturas, reglas de formica).

En su día los lectores de este periódico eligieron la Plaza de Santa Isabel como la más bonita de Sevilla. Es la misma plaza, recoleta y queda (aledaña a la elegante cofradía Servita), que siempre sobrevivió a la mugre, el vandalismo y la cita de marginales que acuden a sus bancos de forja. Siempre la recuerdo con este otro contraste de sensaciones, entre la bella fachada conventual (con su portada de Vandelvira y el retablo de la Visitación de Andrés de Ocampo), y la peña habitual de indigentes, la mayoría arrasados por el alcohol y las drogas. Leo ahora que ciertos vecinos culpan a las monjas del convento de la degradación del entorno por repartir bocadillos y asistir a estas personas molestas a la vista. Las religiosas se sienten criminalizadas. Se dice de ellas que atraen a excluidos y a espantajos. El mundo de fuera del Evangelio muestra su derrota social y la caridad de Cristo crea aquí su drama de conciencias. Bajo el retablo cerámico de Los Servitas, uno imagina que la Dolorosa lleva en su regazo el cuerpo mórbido de un paria de la plaza y no al Cristo de la Providencia, aunque ambos tengan el mismo rostro.

Acudan a ver la escena. Yo lo he hecho. Con la tempranera, sin trifulca alguna, los escolares de Santa Isabel comparten la plazoleta con los marginales. Lo hacen antes de entrar al colegio por una puerta que da a la misma plaza. Los más pequeños, en cambio, lo hacen por la inadvertida puertecilla de la calle Hiniesta. Quisiéramos que su niñez fuera la nuestra, para evocarla, como parias del destierro, cuando ya no estemos.

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